Bombas, discursos y cenizas: Gaza e Irán en el teatro del poder occidental

En el arte de las guerras modernas, donde las bombas se entrelazan con los relatos y los misiles compiten con titulares, el ataque ilegal de Israel contra territorio iraní —y la legítima respuesta de Teherán— ha servido no solo para tensar aún más el tablero de Medio Oriente, sino también para azuzar la pugna geopolítica global entre un Occidente en decadencia y un Sur Global en ascenso.
En este escenario, el redireccionamiento del foco mediático no es casual: al amplificar una supuesta «crisis nuclear» con Irán, las potencias occidentales desplazan la atención internacional del genocidio en Gaza, ocultando con el humo de la confrontación una masacre que, por repetida, amenaza con volverse invisible. Una vez más, se distrae a la opinión pública con el relato de una amenaza futura para silenciar una matanza presente y, sobre todo, ocultar a sus responsables.
El 13 de junio de 2025, Israel lanzó un ataque masivo contra territorio iraní, asesinando a miembros de la Guardia Revolucionaria y a científicos vinculados al programa nuclear civil. No hubo declaración de guerra, ni resolución del Consejo de Seguridad, ni prueba alguna que justificara la agresión. Lo más escandaloso no es solo la ausencia de pruebas, sino que la propia Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) ha reiterado que no existen indicios de desvío de material con fines militares. Fue un castigo preventivo: una guerra basada en el «por si acaso». El mismo guion de 2003 contra Irak se recicla sin pudor. Sin embargo, a diferencia de entonces —donde se manifestaron discrepancias— ahora se convierte en doctrina estructural del llamado Occidente colectivo.
El mismo guion de 2003 contra Irak se recicla sin pudor. Sin embargo, a diferencia de entonces —donde se manifestaron discrepancias— ahora se convierte en doctrina estructural del llamado Occidente colectivo.
La respuesta iraní fue inmediata, precisa y jurídicamente irreprochable. El presidente Masoud Pezeshkian invocó el artículo 51 de la Carta de la ONU para autorizar una represalia quirúrgica contra objetivos militares israelíes. Sin embargo, lo que siguió fue una coreografía bien ensayada donde el agresor se disfraza de víctima: un intercambio controlado que reforzó, una vez más, la alarma internacional… sobre Irán. En este teatro invertido, no importa quién lanza la primera bomba, sino quién escribe el relato que sigue. Y en ese relato, Irán siempre será el villano, aunque recoja los escombros de una agresión sin consecuencias para su autor.
Mientras tanto, en Gaza, el horror continúa con la regularidad cruel de lo cotidiano. Más de 55.000 personas han sido asesinadas hasta el 9 de junio, gran parte de ellas niños, según el Ministerio de Salud palestino. La Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA) habla de exterminio sistemático. Y la hambruna persiste. Pero lo más perturbador es cómo este crimen se ha convertido en ruido de fondo. Gaza aparece, sí, pero como un eco amortiguado, desconectado de la estrategia de guerra total que Israel ha desplegado en múltiples frentes: Líbano, Yemen, Irak, Siria y ahora también Irán. En ese sentido, esta fragmentación narrativa no es accidental, sino que forma parte de un dispositivo diseñado para perpetuar la impunidad.
Gaza aparece, sí, pero como un eco amortiguado, desconectado de la estrategia de guerra total que Israel ha desplegado en múltiples frentes: Líbano, Yemen, Irak, Siria y ahora también Irán.
En este escenario de sombras, los discursos son también armas. Emmanuel Macron declaró que «el mundo no puede permitir que Irán obtenga armas nucleares», mientras Francia —potencia atómica consolidada— moderniza su arsenal sin críticas. El doble rasero no podría ser más obsceno: el peligro no es la bomba, sino quién la porta. El problema no es técnico, es geopolítico. Lo intolerable no es el uranio enriquecido, sino la autonomía estratégica.
Pero el espectáculo más grotesco lo ofrece Donald Trump. Primero celebró el ataque israelí como «excelente» en su red Truth Social, insinuando que podría servir para condicionar futuras negociaciones con Irán. Luego se ofreció como mediador, comparando la situación con India y Pakistán —ambas potencias nucleares—, como si el mundo fuera un plató televisivo dispuesto para su espectáculo.
Más tarde, anunció apoyo militar total a Tel Aviv y amenazó con asesinar al ayatolá Alí Jamenei, aunque —según él— «por ahora» no lo hará. No es la primera vez: ya en su primer mandato rompió unilateralmente el acuerdo nuclear (JCPOA), renovando y aumentando las sanciones contra la nación persa, y ordenó el asesinato del general Qasem Soleimani en Irak. Lo suyo con Irán no es una novedad. Pero, ¿por qué Irán?
Este escenario, por desgarrador que sea, también clarifica. Israel no es un actor más, sino una herramienta central del dispositivo de dominación occidental. Su impunidad no es un error: es funcional. Israel es la avanzada militar del orden atlántico en una región clave.
Irán, en cambio, representa lo contrario a Israel: soberano, industrializado, con alianzas sólidas en los BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghái, y pieza clave en la Nueva Ruta de la Seda. Su mera existencia desafía la arquitectura del poder global.
Irán, en cambio, representa exactamente lo contrario: soberano, industrializado, con alianzas sólidas en los BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghái, y pieza clave en la Nueva Ruta de la Seda. Su mera existencia desafía la arquitectura del poder global. No se trata de armas, sino de independencia. Y por eso se le exige un cambio de régimen: otro Reza Pahlevi, si es posible.
La guerra no es entre Israel e Irán. Es la guerra de un Occidente declinante contra el mundo que emerge. Y Oriente Medio es solo una de sus trincheras. Pero esta escalada también revela la fragilidad interna del propio Israel: aislado, desgastado, atravesado por crisis sociales e institucionales. El sionismo necesita la guerra para sobrevivir, como cemento ideológico y herramienta de cohesión interna. Occidente lo sabe, y por eso lo sostiene hasta el final. Aunque el precio sea borrar pueblos enteros del mapa. Lo vemos en Gaza, lo vemos en el mar Rojo, lo estamos viendo ahora en Irán. Pero detener la matanza palestina, nos dicen, es imposible. Lo cierto es que estas potencias occidentales que juegan a determinar sobre el bien y el mal ni siquiera lo han intentado.
Días antes del ataque, la OIEA publicó un comunicado ambiguo sobre el uranio iraní. El momento no fue casual: generar alarma antes de la agresión fue parte del guion. Lo mismo ocurrió en Zaporozhie, donde informes sin pruebas reforzaron la narrativa contra Rusia.
Irán vive hoy lo que Rusia comenzó a vivir en 2014: demonización mediática, cerco diplomático y guerra por otros medios. La ONU, impotente y cómplice, vuelve a encarnar su parálisis estructural ante los crímenes de los poderosos y sus estrategias de desestabilización en distintas regiones.
Si algo ha quedado claro es que la impunidad no se sostiene solo en la fuerza militar, sino en una arquitectura institucional diseñada para perpetuarla. Los organismos que deberían garantizar la paz han sido vaciados desde dentro, reducidos a sellos burocráticos al servicio del poder dominante. Frente a este colapso moral y político, urge construir una nueva legalidad internacional: autónoma, eficaz y libre de servidumbre. Porque mientras las bombas matan, las palabras absuelven. Y ese silencio cómplice sigue siendo la última garantía del genocidio.