“Quieren instalar que no puedo bajar al territorio porque la gente me odia”: (Javier Milei)
El psicoanálisis político interpreta una narrativa de victimización que refuerza su construcción narcisista.

Por Margarita Pécora.-
Milei frente al espejo del territorio
¿Rechazo o relato? Esta es la pregunta que muchos se formulan después de presenciar la reacción del presidente Javier Milei tras el rechazo popular que recibió en Usuahia (Tierra del Fuego) donde este lunes reiniciaba su campaña electoral.
Por estos días, Javier Milei volvió a ser noticia no solo por sus medidas económicas, sino por una frase que dejó resonando en el aire político: “Quieren instalar que no puedo bajar al territorio porque la gente me odia”. La declaración surgió tras suspender un acto en Ushuaia, donde las protestas sociales lo obligaron a modificar su agenda. dicho en buen castellano. tuvo que salir tumbando… Pero más allá del hecho puntual, la frase merece una lectura más profunda. ¿Qué revela sobre el modo en que el presidente se vincula con la sociedad y con su propia imagen?¿Por qué ve en otro el problema y no en sì mismo?
Desde el psicoanálisis político, este tipo de afirmaciones no son meras respuestas tácticas. Son síntomas. En ellas se condensan mecanismos inconscientes que estructuran el discurso del poder. Milei no dice “la gente está enojada”, ni siquiera “hay sectores que me rechazan”. Dice que quieren instalar esa idea. Es decir, convierte el malestar social en una operación ajena, en una estrategia del enemigo. Lo que podría ser una señal de alarma democrática se transforma en una conspiración.
Este movimiento discursivo responde a una lógica de proyección: el rechazo no se asume, se deposita en el otro. Así, Milei preserva su identidad de outsider, de líder puro, amenazado por las fuerzas del statu quo. En lugar de abrirse al conflicto social, lo niega y lo combate. El territorio —ese espacio simbólico donde el poder se legitima— se vuelve hostil no por sus contradicciones, sino porque “quieren instalar” una narrativa.
La frase también activa una narrativa de victimización que refuerza su construcción narcisista. En este marco, el odio del otro no es una amenaza, sino una confirmación de su autenticidad. Si lo atacan, es porque está haciendo lo correcto. Esta lógica fortalece el vínculo con sus seguidores, que lo ven como un gladiador enfrentado al sistema, incluso cuando ese sistema se manifiesta en la protesta ciudadana.
Pero hay algo más inquietante: la negación del vínculo social. Al afirmar que “la gente me odia”, Milei dramatiza una ruptura del lazo con el pueblo. No lo interpreta como una expresión legítima de disenso, sino como una agresión injusta. En lugar de escuchar el deseo del otro —la ciudadanía—, lo transforma en amenaza. El presidente no se pregunta por qué hay enojo, sino quién lo está manipulando.
Un momento cúlmine de esta tensión se vivió en Lomas de Zamora, donde el rechazo popular se expresó con una contundencia difícil de ignorar: manifestantes en la calle lanzaron objetos contra la comitiva presidencial, y el senador José Luis Espert —aliado de Milei— debió huir en una moto para evitar el enfrentamiento. La escena, casi cinematográfica, condensó el malestar social en una imagen que desbordó el relato oficial. No fue una operación mediática: fue el pueblo en la calle.
En definitiva, la reacción de Milei no es solo una respuesta política. Es una puesta en escena de su subjetividad como líder. Un líder que se piensa en guerra, que necesita enemigos para existir, y que convierte cada gesto de rechazo en una confirmación de su misión. Desde el psicoanálisis político, este tipo de discurso no solo revela cómo se construye el poder, sino también cómo se lo defiende frente al fantasma del rechazo.