Cuando le pedimos a alguien que razone nos llevamos el dedo índice a la sien y en vez de hacerlo girar, que significaría estar loco, golpeamos suavemente en señal de mover las ideas. Sin embargo nuestra inteligencia anida en el lóbulo frontal de nuestro cerebro, es allí donde se asienta nuestro pensamiento cognitivo, más atrás tenemos el parietal y a los costados los temporales, por último y en la nuca, a la altura del cerebelo, se encuentra el lóbulo occipital, que es el más pequeño y responde fundamentalmente al sistema de percepción visual.
Los taxistas tienen desarrollado al extremo este último lóbulo, el occipital, por eso son tan rápidos en el tránsito, porque tienen muy afilado el procesamiento visual-espacial y así distinguen al toque los colores, lo que les permite acelerar en forma escurridiza apenas se pone el semáforo en amarillo. Ocurre que también las ideas le entran por la nuca y ahí tenemos el problema.
En los 3 metros cúbicos del habitáculo y en la relativamente breve distancia a recorrer, el taxista transporta empresarios, comerciantes, apurados con distintos problemas, personas que se han quedado dormidas, gente que viene del casino o que va a una fiesta, hombres y mujeres infieles, ladrones, delincuentes y profesionales. Nunca un obrero ni un maestro, jamás un jubilado, a no ser que esté semiparalítico o hemipléjico y el hijo lo lleve al médico. Ese tipo de pasajeros que habita el asiento de atrás son típicamente porteños, se las saben todas, con aire de iluminados y de resoluciones cancheras, sus opiniones se resumen en “a mí me la vas a contar?”, “me dijeron que el dólar se dispara el mes que viene”, “en este país no se puede vivir”, “yo que trabajé toda mi vida…”.
En ese contexto el taxista se siente parte, adhiere al pensamiento recibido por la espalda a la parte menos iluminada de su mente y toma las ideas como propias, sin digerirlas ni analizarlas, lo grave es que las repite casi con los mismos modismos, logrando un efecto multiplicador que se habrá de encausar en los próximos pasajeros.
Ocurre que sus posibilidades son escasas, no puede viajar porque su límite es la General Paz, no puede volar porque debe ir al ras del caliente cemento porteño, no entiende ni le daría el cuero para los negocios que escucha y su cintura y los riñones, con tanta falta de oxigeno, le impiden hacer todas las cosas maravillosas que por supuesto hacen los del asiento de atrás.
Estos chóferes generalmente no son nacionales ni populares y como tantos porteños votaron en contra, razonando con ideas prestadas hoy empiezan a asistir a un declive inevitable, porque la clase media cada vez le será más esquiva a ese transporte tan agobiante como caro y ahora con la nueva tecnología “UBER”, donde cualquiera con un auto te puede transportar, tendrán que darse vuelta y recriminarle tal vez a una butaca posterior ya vacía, que se han quedado solos y cada vez con menos dinero.
Garcilazo.