
Frente a la Plaza San Martín, justo ahí donde confluyen Florida y Marcelo Torcuato de Alvear
se lo ve a José. Este buen hombre, cincuentón, con escasa cabellera, de tez blanca y ojos
marrones sostiene en sus manos cuatro paquetes de pañuelos de papel. Todas las mañanas
cuando el sol comienza a explorar el territorio de gente bien, José espera derechito como un
granadero a sus clientes cotidianos.
En ese lugar, enfrente de lo que supo ser una plaza de Toros en tiempos de la Primera Junta,
surgen los clientes de José. Dos paquetes de pañuelos por cuarenta pesos adquieren a este
buen hombre. Le alegran el día a José, sobre todo porque lo que expende tiene un costo de
cinco pesos y en el tren se vende a veinte.
Mujeres y hombres bien vestidos compran los productos de José todas las mañanas. También
charlan de futbol y política. José tiene una clientela fija y un pensamiento igual a la de sus
clientes. Odia el populismo y habla maravillas de la república. Tiene escaso sustento su
pensamiento pero con pocas monedas se siente bien, vota bien y es un oligarca más.
Treinta metros delante de la parada de José se encuentra Betty, la correntina. La vendedora de
chipá, el noble producto guaraní. Veinte metros más adelante de Betty se halla Chucho, el
venezolano que vende tres paltas por 100 pesos. El anti- Maduro luce radiante y contento,
sobre todo porque la palta que vende cuesta tres veces menos en Liniers o en Ciudadela.
José, Betty y el venezolano pertenecen a una clase media baja dicen ellos, o baja marca el
Indec. Todos con problemas para llegar a fin de mes, todos con familia, todos con escasos
recursos para poder vivir en un país agrietado, todos trabajan en Barrio Norte, todos pobres
pero todos con pensamiento oligarca.
José comenta la tapa de La Nación con la abogada que siempre le compra cuatro paquetes de
pañuelos. “Vio, murió un tipo en Mar del Plata que dormía en la calle y murió de frío”. La
abogada con cara de pena, agrega: “si, y hace dos días murió otro indigente en Perú al 500, son
las consecuencias del modelo”. “Quizás-retruca José- pero si hubieran trabajado no
terminaban así. Porque en este país lo que sobra es trabajo y si no míreme a mí”. La abogada
calla, lo mira, le paga los pañuelos y se retira. José sigue vendiendo pañuelos y le alcanza para
comer, los indigentes siguen muriendo en las calles de Buenos Aires que ya no tienen ese no se
qué y el modelo se consolida gracias a la perversión de las clases altas y a los pobres oligarcas.