Días antes del 1° de julio de 1974 se sabía que la salud de Perón era delicada. Cada vez que brotaba de los rostros la tristeza, todos se miraban y nadie quería ser el portador de la infausta noticia.
Un largo camino parecía llegar a su fin.
Finalmente, llegó el día y la hora señalada. Su tercera esposa, María Estela Martínez, en ese momento Vicepresidenta de la Nación, anunciaba por la cadena de radio y televisión, entre sollozos, el fallecimiento del general Perón.
Era casi el final de una crónica anunciada.
Mi primer reacción fue llamar por teléfono al ex diputado nacional Pascual Preste y en su automóvil nos dirigimos a la residencia de Olivos.
Caso curioso: estaban abiertos los portones de la Avda. Maipú, cosa que casi nunca ocurre, e ingresamos sin que nadie nos detuviera.
El dolor era tan fuerte que por momentos ese era territorio de nadie. Estacionamos el automóvil dentro de la residencia y avanzamos hacia el chalet.
Afuera estaba el diputado Gallo, el coronel Sosa Molina vestido de uniforme llorando contra un árbol, y el coronel Corrado. Más atrás, algunos miembros de la custodia, y algunos funcionarios de Bienestar Social, entre ellos, Demetrio Vázquez. No seríamos más de quince personas.
Nos decidimos e ingresamos al chalet.
Hacía muy poco la cochería Lázaro Costa lo había colocado en el féretro.
Estaba solo. Todavía sin flores. Sus manos cruzadas con un anillo que resaltaba. Lo cubría una bandera nacional.
Todos llorábamos. Sentí por adentro el grito de la Historia. Ha muerto Perón. Viva Perón, carajo!
Pero no lo dije. Lo contuve.
De pronto, quien me acompañaba no se sintió bien, y salió. Los soldados, con los fusiles bajos, también habían salido. Era un tiempo impensado.
Allí estaba el cuerpo quieto del mayor movilizador de la Historia Argentina.
Quedé solo. Nunca sabré si fueron segundos, minutos, o cuánto tiempo en realidad. Era la Historia. Era el padre de la Patria. Era el más grande de todos los argentinos y ya nada se podía hacer para seguir teniéndolo. Para egoístamente seguir teniéndolo.
Respiré profundo. Moví mi mano izquierda y toqué las suyas. Nacía en mí el propio juramento: defender la eternidad del único argentino capaz de hacer feliz a su pueblo.
No me animaba a salir para que no quedara solo. Nadie entraba. Allí estaba el tres veces Presidente. El hombre que en Vicente López forjó su infancia se hacía inmortal justo en esta ciudad.
Con una tremenda velocidad vino a mí el recuerdo de Gaspar Campos, la fortuna que tuvimos los argentinos habitantes del distrito, que Perón nos hubiera vuelto a elegir.
No se el tiempo pasado. Cuando vi que ingresaba el coronel Damasco acompañado de dos o tres personas, aproveché para retirarme.
Ya habían llegado otros ministros, entre ellos, Taiana. También Isabel. Y detrás López Rega.
Afuera nadie hablaba. Era el silencio del sepulcro y a lo mejor, del cargo de conciencia por no haberlo escuchado con la atención debida.
Recorrí rápidamente mi propia vida y recordé cuando en Madrid busqué desesperadamente a Carlos Acuña que estaba en Sevilla, para poder ver al General en su exilio. Sin embargo, el cantor de tangos estaba de gira. Yo había viajado a transmitir todo lo previo del partido entre el Manchester United y Estudiantes de La Plata por la desaparecida Radio Porteña.
De Londres a Madrid, de Madrid a Puerta de Hierro. Allí una tarjeta a los guardias civiles con el nombre y el hotel donde me albergaba. Un día después de ese 1967 se abría la puerta grande la Historia Argentina en el exilio. Allí estaba Perón.
Gobernaba la Argentina Onganía y al regreso, en el salón VIP de Ezeiza nos preguntaban dónde estaban las grabaciones del supuesto mensaje que imaginariamente los miembros de la Inteligencia creían que habíamos traído.
Ahí solo podían escuchar reportajes a Eusebio o al primo de Cacho Malbernat, que jugaba el Portugal. Nada era político.
También rápidamente acudió a la mente el día del regreso, cuando junto a Jesús Ricardo Rodríguez, delegado gremial de Colorín, llegamos cuando todavía estaban las tanquetas de Lanusse.
O aquellos gritos juveniles… “cinco por uno… no va a quedar ninguno…!
O el de “FAR y Montoneros… son nuestros compañeros”
O el de “Juventud presente… Perón… Perón o muerte… “
Todo era una rápida película.
Allí estaba él.
Junto a Preste salimos por Maipú y nos saludamos con Carlos Alberto López, el Intendente que llegaba allí con el Secretario de Hacienda, Oliveira, el de Gobierno, Molina, y el Director de Personal, Barrionuevo.
Al regresar a casa, mi esposa, embarazada del segundo hijo, no perdonaría que le escondiéramos que habíamos ido. En realidad su estado nos hizo no decirle adónde íbamos. Todo era dolor. Ya nada se podía hacer.
O mejor dicho, estaba todo por hacer. Se trataba de la resistencia cultural, de la lucha por difundir sus ideales.
Pasó el tiempo. Llegó el golpe que me toma como asesor gremial de la Asociación de Periodistas. Lo otro es parte de la historia personal, hasta llegar de vuelta la democracia.
En pleno gobierno de Alfonsín se descubre la violación de la tumba del General, sin que aún hoy haya tronado el escarmiento.
Habían cortado sus manos. Saúl Ubaldini convoca a un acto de repudio. El estupor era mayor.
Aquel día me recorría la mente esas manos cruzadas con ese anillo en la residencia.
En el programa radial que se emitía por Radio Buenos Aires AM 1350 los sábados de 10 a 16, conocido como “Argentina 2000”, ciclo de gran éxito de la militancia, la entonces diputada nacional Yorga Salomón denunció a agentes de la SIDE que pudieron estar involucrados en el episodio.
Cuando esperábamos que el juez Far Suá que llevaba la causa nos convocara para dar testimonio de la denuncia, manos extrañas aflojaron los bulones de las ruedas de su automóvil y el juez falleció en un accidente.
Había pasado tiempo, pero esta violación era ritual. Perón había dicho que antes de endeudar al país se cortaría las manos. Y además consciente o inconscientemente, cuando hablaba a las masas levantaba sus brazos, bajaba la energía superior hacia ellos. No fue una simple violación de tumbas. Sabían lo que hacían.
Ya ni el cuerpo de Perón ni el de Evita estaban en Vicente López. Los volvían a separar: él en Chacarita y ella en Recoleta.
Aquel 1° de julio de 1974 el vecino más ilustre del Distrito se hacía inmortal.
Aquí recibió la primera educación y aquí, en Vicente López, se hizo inmortal.
Si nosotros cumplimos 100 años como independientes de San Isidro, el peronismo cumple 60, aunque solamente el Coronel Avalos, Antonio Rodríguez o Carlos López hayan sido elegidos Intendentes con el voto popular. Los vecinos podrán votar como quieran, podrán elegir a cualquier ciudadano. Lo que no podrán es separar la verdad histórica: la que dice que Perón nos eligió a nosotros para formarse, para gobernar, para regresar del exilio, y para quedarse.
Pero además, Vicente López ha nutrido con sangre propia los años de plomo de la resistencia. Y muestra orgulloso en la escala de dolor a los vecinos de Florida, fusilados en 1956 en los basurales de León Suárez.
Han pasado nada más que 100 años, un ratito en la vida de los pueblos. Pero la vibración del General suena como en aquel primer bombo que saliendo de Munro, estuvo en Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945.
Este distrito tuvo vecinos ilustres como los maestros Pepe Basso y Héctor Varela, como Julio y Lalo Martel, como la recordada actriz Nelly Panizza del Club Defensores de Florida, o Estela Raval de la Sociedad de Fomento Poggi de Munro, o el inefable Antonio Carrizo, o el recordado director de cine Carlos Hugo Christensen, o aquel cantaor español Angelillo que nos eligió para quedarse, o Agustín Coria, ganador del Festival Cosquín 74, o Azucena Maizani, vecina de Florida, o el recordado hincha de Huracán Angel Vargas, que vivía en Güemes entre General Paz y Liniers, o hasta el mismo Carlos Di Sarli que alguna vez habitó Vicente López, o a Raúl Scalabrini Ortiz, vecino de Olivos, o al historiador Salvador Ferla, o el campeón de ciclismo Miguel Sevillano, hombre de Munro, o los recordados boxeadores Martiniano Pereyra, Ricardo Falech, Gandolfi Herrera, o el actual goleador de la Selección Argentina Hernán Crespo, vecino de Florida, o Pedro Botana, hijo de Natalio Botana, fundador de Crítica, o Vito Dumas que vivía en la calle Haedo de Florida, o Alfredo Fortabat, vecino de Olivos, o la escritora Maruca Ortega Carrasco, de Olivos, colaboradora de Mundo Peronista, el recordado Minguito Tinguitella, una lista que sería innumerable por la cantidad y calidad. Sin embargo, ninguno de ellos alcanzó la dimensión de Perón, mi vecino.
Por Miguel Angel de Renzis