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Opinión

CERRADO POR LUTO

Las risas de unos turistas perturbaron la concentración de un tipo que caminaba por la calle. Acostumbrado a vivir apurado nunca reparaba en los edificios por los que pasaba camino a su trabajo de oficina.

Pero esas risas lo despabilaron, por primera vez vio que un contingente asiático de turistas se sacaba fotos en un edificio completamente tapado. Tapado como cuando un gran inventor cubre con una sábana, o un lienzo blanco, su última creación hasta presentarla.

Así, un palacio gigante completamente tapado.

Se acercó a ver que pasaba en ese edificio emplazado en Callao y Rivadavia, y para su sorpresa había un cartel que decía “cerrado por duelo”.

Ahí se dio cuenta el tipo: “¡Cerraron la escribanía!”, dijo en voz alta para sorpresa de los turistas que lo miraron.

Los mismos medios que años atrás llenaban sus portadas con títulos catástrofes anunciando la cantidad de empleados que tenía, lo que cobraban, lo que producían, y su utilización, no supieron publicar ni una esquela. El sector fúnebre de los tabloides no tenía ni una línea que hablaba del deceso.

Aquella escribanía que tuvo expedientes de matrimonios igualitarios, asignaciones universales, estatizaciones de empresas de explotación nacional de yacimientos, de banderas aéreas, de jubilaciones criollas marca nacional. Había perecido tan lentamente que no llamó la atención de nadie.

Primero fue perdiendo color, los expedientes comenzaron a ser declarativos vacíos de contenido. Su cúpula de bronce finalizó el proceso de oxidación y sus paredes se descascararon por la falta de uso. Nadie iba.

Su personal era menor al que tenía en su administración anterior, pero a su vez más improductivo.

Al tipo, nuestro protagonista, se le llenaron los ojos de lágrimas cuando recordó todo esto. Recordó su infancia, cuando pasaba por ahí y lo veía cerrado, eran los años de plomo. 

Recordó la cara de indignación que ponía cada vez que leía que lo único que trataba eso que llamaban “escribanía” era sobre el “Día del Pastelito”. Esa frase fue disparada por una blonda que calentaba una de las sillas del edificio desde hacía décadas, y si la memoria no le fallaba, recordaba que la seguía ocupando.

“Qué tonto fui”, pensó. La habían pintado a nueva hacía 4 años hablando de la promoción y la independencia de la institución, habían defenestrado a su antigua administración pero el nuevo titular prefirió no asumir su mando en ese edificio. Quizá esa fue la primer señal.

Luego hablaron de diálogo y de gran trabajo en la escribanía, pero los cien expedientes de beneplácitos no equiparaban los trabajos con respecto a la pluralidad, a una nueva forma de manifestarse mediáticamente.

El nuevo director decretaba sus fallos sin pasar por el lugar, y los trabajadores dejaron de ir. 

Culminó el 2018 siendo el de menor trabajo desde 1983, el 2019 siguió igual y el lugar no aguantó más.

Pero siempre el mayor lamento llega cuando algo se perdió, y el tipo ahora que recordaba todo esto lloraba sobre las escalinatas de lo que alguna vez supo ser algo.

Ya estaba llegando tarde al trabajo pero no le importo, una frase, un conjunto de palabras fue lo que lo terminó de desmoronar. Una niña de la mano de su madre intentaba leer todos los carteles que veía por la calle, y cuándo llegó al edificio miró a su mamá y desconcertada por el significado de algo que no conocía dijo: “ma! ¿Qué es el Congg…Congre-so… Na-cio-nal?”

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