Seguidor como perro de sulki reza el dicho. Qué familia de clase media no tiene un perro, aunque en este ejido clasista se prefiere uno de paladar de negro. Las clases bajas también tienen su mascota, o quizás varias rodeando su humilde lar. También el linyera tiene su Diógenes. Es difícil encontrar un habitante en este lugar al sur de la república bolivariana que no posea un can.
Pero la pobreza, la decadencia se entromete en esta relación can-humano y la visibiliza sin vergüenza alguna. Las calles del centro porteño, tres años a esta parte, tiene un agregado, un plus en su vida cotidiana. El que duerme en la calle.
El marginal, ese que cayó derrotado ante el sistema, sobrevive en las mejores y caras veredas, pernocta dentro de un cajero. Al principio rodeaba su humanidad con cajas y frazadas. Pasó el tiempo y el colchón se sumó. Luego baratijas y hasta un microonda que un empobrecido poseía en plena Plaza San Martín. Dónde lo enchufaba, es un misterio no resuelto.
¿Y quién faltaba a la cita del sobreviviente?, el perro. Entonces, el candidato a linyera consiguió su atorrante amigo. En plena peatonal, hallamos cada 30 metros alguien con su mano extendida pidiendo un moneda y en las esquinas otro más solicitando ayuda del prójimo con su mascota de guardaespaldas.
Pero la foto de la decadencia es el hambriento con su hijito al lado y su mascota con un platito y alimento balanceado al lado. El perro se alimenta bien mientras que su provisorio dueño apela, a veces sin éxito, al corazón del peatón para que pueda saldar su deuda con el estómago.
El perro con su alimento balanceado en una esquina céntrica quizás vote a la derecha. El dueño quizás no llegue a votar. La muerte puede llegar primero.




