Es fácil demostrar la pobreza de un país visitando una villa o siendo testigo de una inundación. De esta manera originaremos dos vías de pensamiento, aquella que con dolor relate el triste espectáculo; y la otra, que con displicencia y conformismo, sentencie que “esto que pasa ocurrió siempre”.
Pero la Argentina de la era Macri se distingue porque se puede sacar una foto al microcentro y establecer la decadencia nunca antes vista.
En el amanecer donde el verano se resiste a pasar a retiro, las principales calles del microcentro abundan en soledad. El fálico obelisco que observa sin ver y la casa Rosada, fiel despacho de la entrega, son mudos testigos de la miseria que acaece en un período antipopular donde la música del momento es el insulto al presidente.
Avanzando por Florida observamos grandes negocios todavía con las cortinas bajas, el florista rociando sus rosas mientras escucha música guaraní, algún trabajador que retorna a su hogar, la chica de la calle con escasos morlacos en su cartera y una seguidilla de entidades financieras. Estas, cerradas con blindex, dan refugio a marginales que utilizan ese espacio antes que se convierta en cajero de aquellos que intentan consumir.
Un despojado del sistema duerme dentro de un banco, al lado otro y así una cadena interminable. Resulta hasta paradójico, que mientras el sol alumbre los bancos engordan con el dinero de otros; cuando la luna aparece refugian a ex clientes.
La decadencia dice: «-buen día vengo a sentar presencia”. En la peatonal, y antes que la clase media se haga ver, quedan restos de la noche. La madre que pide un mendrugo en la puerta de la hamburguesería hizo noche en ese lugar. Al lado, su pequeño hijo entretenido con su celular . Ambos, acostumbrados al lugar donde diariamente pasan cientos de humanos, que en esfuerzo solidario, dejan algunas monedas para que ellos sigan en estado de desnutrición.
Enfrente, y al margen de una boutique un hombre mayor, de aparente buen pasar en algún tiempo no lejano abre su valija. El paquete de yerba y el mate aparecen para demostrar que al menos desayuna. A veinte metros, una mujer durmiendo con tres frazadas en una noche calurosa. Tiene el frío que el hambre hace sentir pero por esas contradicciones de la vida, limitando con sus frazadas se hallan un par de zapatos y un microondas.
El microcentro no es la clásica villa, pero es la foto de la decadencia. La geografía vive los tiempos donde legiones de desocupados deambulan aquí y allá, arrastrando sin rumbo su miseria y su desesperación. Es el tiempo de “donde hay un mango viejo Gómez”, la tristeza se consolida, los cartelitos de no hay vacantes proliferan, el trabajo es un cuento ficcionado, la inseguridad cubre gran parte de la realidad dejando el resto para la corrupción que es la frutilla del postre de una semicolonia postrada gracias a los servicios de una oligarquía entreguista.
Hoy la pobreza duele. Las enfermedades se renuevan, el ajuste disfrazado de muerte natural ocupa un rol importante en el escenario de lo que alguna vez fue una nación donde las mayorías eran protegidas y caminaban por las calles cantando.
En la villa hay marginales, corrupción y pobreza. En los barrios también y el microcentro visibiliza estas miserias. Cada vez mas desposeídos habitan un ejido donde el turista compra recuerdos para la familia. Hoy Lavalle, San Martín , Suipacha, Esmeralda, Corrientes, esas calles tangueras son un muestrario de desolación. Donde el rufián y el lustrabotas sufren el exilio. Uno por no pagar el alquiler de su cajoncito, el otro no tiene a quien robar.




