LIBERTAD CON FUSIL: ¿Cuánto vale una vida?

Por Margarita Pécora B. –
“Cuando las armas hablan, el diálogo se silencia.
Y cuando el Estado habilita la violencia, el pueblo paga con sangre”.
Ya es imposible dormir tranquilos pensando en el peligro que correrán millones de jóvenes argentinos que asisten llenos de ilusiones a sus centros educacionales, o de recreación, donde ahora se parapeta un potencial asesino, todavía sin nombre, pero que puede ser cualquiera de ellos, motivado por algún trastorno propio de la edad, cuando se haga realidad la liberación para portar armas semiautomáticas.
Imaginemos el silencio sepulcral de un campus universitario argentino, donde antes resonaban risas, pelotas y sueños, y solo quede el eco de disparos. Cuerpos jóvenes, abatidos por el delirio armado de un civil que confundió libertad con licencia para matar.
¿Hasta dónde llega la libertad que promulga el partido de Milei? ¿Dónde termina el derecho individual y comienza el deber colectivo de proteger la vida?
Cuando el fusil semiautomático entra en escena, la democracia tiembla, y la sociedad entera se pregunta si aún está a tiempo de despertar antes de que el horror se vuelva rutina.
La liberación de la portación de armas en Argentina, inspirada en el modelo estadounidense, ese del cual se nutre complaciente y sumiso el presidente libertario argentino, plantea un riesgo grave: replicar un flagelo que en EE.UU. ha costado más de 15.000 vidas solo en 2023 por violencia armada, incluyendo 565 tiroteos masivos y 31 asesinatos en masa.
El anuncio del gobierno de Milei de habilitar un régimen para que civiles accedan a fusiles semiautomáticos no es una medida aislada, sino parte de una ideología libertaria que toma como referencia directa el modelo estadounidense. En ese país, la Segunda Enmienda garantiza el derecho a portar armas, pero su aplicación ha derivado en una crisis de seguridad pública que ninguna administración ha logrado controlar. Ni demócratas ni republicanos han podido revertir el acceso indiscriminado a armas de fuego, y los resultados son alarmantes.
La organización Gun Violence Archive reportó que en lo que va del año, más de 15.000 personas murieron por violencia armada en EE.UU., sin contar los suicidios, que suman otros 19.000 casos. Los tiroteos masivos se han vuelto parte del paisaje mediático: escuelas, centros comerciales, bares, incluso lugares de culto han sido escenario de masacres que se repiten con una frecuencia escalofriante. El último ataque en Maine, con 22 muertos y 50 heridos, es solo un ejemplo más de un patrón que se ha vuelto cotidiano. Los argentinos seguimos con tristeza esas noticias que dejan devastadas a tantas familias estadounidenses, pero viendo ese drama todavía distante de nuestras realidades; sin embargo estamos a punto de padecer lo mismo.
La decisión del gobierno argentino de abrir el acceso civil a armas de guerra genera preocupación. Las organizaciones que militan por el desarme advierten que esta medida podría facilitar el crecimiento del crimen organizado, aumentar los tiroteos en espacios públicos y generar un clima de inseguridad generalizada. La experiencia estadounidense demuestra que más armas no significan más seguridad, sino más muertes.
Lo que en EE.UU. se presenta como libertad individual, en la práctica ha derivado en una sociedad marcada por el miedo, la polarización y la violencia. La portación de armas no ha protegido a los ciudadanos, sino que ha convertido cada conflicto cotidiano en una potencial tragedia. Y si Argentina adopta ese modelo sin considerar sus consecuencias, corre el riesgo de importar no solo una política, sino también sus peores resultados.
La pregunta clave es si el pueblo argentino está a tiempo de evitar este flagelo. La respuesta depende de la capacidad de la sociedad civil, los medios, las organizaciones sociales y los sectores políticos, sobre todo el poder legislativo, de frenar esta deriva antes de que se vuelva irreversible. Porque una vez que las armas circulan libremente, desarmar a la sociedad se vuelve casi imposible.
Además, el contexto argentino es muy distinto al estadounidense. Aquí no existe una cultura armamentista arraigada, ni una industria de armas tan poderosa. Pero abrir esa puerta puede generar un mercado paralelo, fomentar el tráfico ilegal y debilitar aún más el tejido social. En lugar de fortalecer la seguridad, se corre el riesgo de multiplicar la violencia.
El modelo libertario que Milei promueve, nutrido ideológicamente por Estados Unidos, ignora las consecuencias reales de sus políticas. La portación de armas no es solo una cuestión de derechos individuales, sino de responsabilidad colectiva. Y si Argentina quiere evitar convertirse en una réplica de los peores escenarios norteamericanos, debe actuar ahora. Porque cuando las armas hablan, el diálogo se silencia. Y cuando el Estado habilita la violencia, el pueblo paga con sangre. Ese será el precio de armar el delirio.




